Me pregunto que se les pasaría por la cabeza a los prisioneros del campo de concentración Stalag VIII-A, en Görlitz, aquella noche de enero de 1941. Soldados de toda nacionalidad, helándose de frío. Tiritando. Atónitos. Llevan meses sufriendo lo indecible, a todos los niveles. Los guardias Nazis los odian y están en su terreno.
Esta noche se les concede un pasatiempo, que compartirán. Tres esqueletos como ellos, que han tenido la (increíble) suerte de conservar sus instrumentos, están luchando contra su pulso tembloroso para interpretar, tras siete meses de ensayo, “Cuarteto para el fin de los tiempos” (que años más tarde resultó ser la elegida para ser de las primeras canciones grabadas para un instrumento eléctrico). Quien los dirige y escribió la obra, está aporreando un piano partido en pedazos. Se llama Oliver Messiaen.
Este hombre se dedicó en años venideros, tras ser liberado, a componer basándose en sus estudios de ornitología y sus viajes de sinestesia, enfermedad que a más de uno le gustaría tener. También dio clases a algunos de los más importantes compositores del siglo pasado.
«Ce fut une époque d'exploration, de libération. Ce fut aussi l'amitié et la solidarité d'un petit groupe réuni autour d'un maître sur lequel l'opinión générale butait, chancelait ou renâclait»; dijo uno de sus alumnos. Experimentación académica, reinterpretación de reglas, disciplina y observación. Las musas de un viejo maestro. Respeto. (LëPask)